El único cementerio de mascotas de Madrid, que está en Arganda, cumple en julio 40 años. A lo largo de estas cuatro décadas ha reunido las historias de más de 8.000 animales de compañía que han sido enterrados para su eterno recuerdo, según nos relata su fundador, Jesús Díaz Franco. La idea surgió cuando falleció su perrito King y quiso rendirle el homenaje que se merecía, para lo que pensó que la finca de tres hectáreas que tenía en la Dehesa del Carrascal era el lugar idóneo. Así nació El Último Parque, un nombre genial y evocador de lo que implica este lugar en el que enterrar a un ser querido cuesta entre 300 y 6.000 euros, a lo que hay sumar una cuota anual para el mantenimiento de las instalaciones de 71 euros.
«Kissy y Luli, siempre estaréis en nuestro corazón. Papá, mamá y Eva». Si no fuera por los nombres, ésta podría ser la lápida que se leyera en un cementerio convencional. O esta otra: «Ricky, al amigo más noble y más leal que hemos querido y no olvidaremos jamás».
Sin embargo, se trata de alguna de las frases que se pueden leer en El Último Parque, el único cementerio para mascotas que hay en Madrid y que está ubicado en Arganda del Rey, una ciudad del sureste, que tiene una población de 57.553 habitantes (según los datos de 2022 del Instituto Nacional de Estadística).
Como muchas grandes ideas, este camposanto tan especial surgió en una situación poco deseable. En julio de 1983, Jesús Díaz Franco perdió a su perro King —aunque a él nunca le convenció el nombre y le llamaba Quino, según comenta— y cuando en la clínica veterinaria en la que falleció vio el trato que se daba a la recogida de los cuerpos se dio cuenta de que no era lo que quería para su compañero.
Para alguien, aunque sea un perro, un gato u otro animal de compañía, que ha consagrado su vida a una familia, que recién fallecido lo lancen entre dos operarios a un camión en el que también hay otros restos orgánicos como cerdos de granja, por ejemplo, como si fuera una bolsa de basura más, no es lo más deseable, recuerda. Además, rememora que en algunos casos, como la valla del
vehículo era alta tenían que repetir la operación varias veces después de cogerlo del suelo. Algo que no era digno y más en un momento tan trágico.
Por eso, pensó que en su finca de tres hectáreas (30.000 metros cuadrados en el corazón de la Dehesa del Carrascal), que se sitúa en el kilómetro 30,400 de la antigua carretera de Valencia, podría crear un espacio para el reposo definitivo de estos pequeños. La iniciativa fue tan positiva que, a pesar de que no le han dado publicidad —quieren que siga siendo un sitio tranquilo para los que vienen a recordar a sus seres queridos—, ya descansan en él alrededor de 8.500 animales, distribuidos en unas 4.500 fosas.
Fernando Tejero y la manta de niño de José Manuel con la que está enterrado Neo
En esta pequeña necrópolis hay 8.500 recuerdos. Todos enternecen y ponen de manifiesto la lealtad de estos seres. Desde el perro que dio la vida defendiendo a su dueño en un atraco, hasta el que ha fallecido de tristeza a los pocos días de perder a su amo. Pero sobre todo, son pequeños recortes de vida que hablan de los que quieren mantener la memoria de sus mascotas, como bien refleja este mensaje conmovedor: «Leti, tú nos has dedicado toda tu vida, nosotros te dedicamos todos nuestros pensamientos. Nuestra niña, no te olvidaremos». Al lado, una alfombrita verde, con pelos blancos que no se han querido ir, como si una parte de ella todavía estuviera viva y una figurita de una oveja y otra de una mariquita.
Entre los ilustres, nos encontramos a comañeros de vida del actor Fernando Tejero, conocido por el amor que tiene a sus perros, además de por sus papeles geniales en ‘Aquí no hay quien viva’ o ‘La que se avecina’; a ‘Chico’, el yorkshire de la actriz Paloma Hurtado; o al compañero de una familia que vive en EEUU y una vez al año vienen a España a pasar un tiempo con su recuerdo.
Además, también hay historias de vecinos anónimos, como la de José Manuel, un chico de 25 años, que perdió hace dos años a ‘Neo’, su schnauzer de color «sal y pimienta», y con el que compartió diez años de sus vidas, de los 13 a los 23. Desde que ya no está —está enterrado junto a la mascota de su hermana, ‘Puppy’—, procura ir una vez al mes a limpiar la lápida y a dejarle flores, un precioso ramo rojo cuando hablamos con él. Aunque ahora vive en Arganda, antes residía en Madrid, por lo que tenía que recorrer los 30 kilómetros que separan ambos municipios, pero no le pesaba.
Para José Manuel, ‘Neo’ era tan especial que cuando enfermó se gastó 6.000 euros en intentar todo para salvarle de la terrible enfermedad que acabaría terminando con su vida. Una vez que falleció, le enterró, según relata, con una mantita de encaje de cuándo el era niño y no dudó en gastarse unos 620 euros en el entierro (entre la fosa, el ataúd, la lápida y el enfoscado), a la vez que abona con gusto los 71 euros anuales para poder mantener su santuario.
En este sentido, afirma que es una cifra simbólica para las facilidades que le han dado en el cementerio, desde el momento de la pérdida hasta la actualidad, y el cuidado que le ponen a su pequeño mausoleo. Por último, también se muestra satisfecho por las mejoras que están realizando, desde pintar a hacer los caminos más transitables. Un trabajo en el que se afana el guarda Fernando Cañete.
Como anécdota vital, en tono jocoso, pero con cariño, comenta que ‘Neo’ siempre pareció un perro más viejito de lo que era y que se parecía al Vagabundo de ‘La Dama y el Vagabundo’. Sin embargo, nosotros le añadimos que disfrutó de la mayor de las riquezas: tener un dueño con un corazón tan grande que ha querido darle un sepulcro digno, dedica parte de su tiempo a honrarle y hasta se ha formado como técnico veterinario para consagrar su vida a salvar otras vidas.
«Siempre te recordaremos, hijito peludo»
Para las personas que no tengan mascotas, tal vez algunos apelativos les resulten extraños, no así para los que disfrutan de su compañía, a los que le pueden emocionar hasta las lágrimas mensajes
como «Beethoven, siempre te recordaremos, hijito peludo», «Simba, mi gran amor, mi niño», o las continuas referencias que se hacen al sentimiento de familia de aquellos que han tenido que enterrar allí un pedazo de su vida.
Otra de las cuestiones que llaman la atención son el tipo de ofrendas que se depositan. Son comunes las flores, como en cualquier camposanto convencional, pero también hay juguetes que eran suyos, o figuritas de jardín. La única condición es que todos los símbolos que se dejen permitan sentirse cómodos a todas las personas, con independencia de su credo o su ideología política. Y es que los animales solo entienden de cariño y afecto, pero poco de nuestras disputas terrenales, sonríe Fernando Cañete, el guardés del cementerio y un hombre con una capacidad de empatizar y de
transmitir tranquilidad digna del mejor psicólogo.
Asimismo, el fundador, Díaz Franco, se deshace en elogios hacia su empleado, al que define como una persona muy completa y perfeccionista, que puede hacer todos los oficios que hacen falta en el recinto, que no son pocos. En su favor, hay que reconocer que de trato tiene una educación exquisita y el recinto está impecable. De hecho, a la vez que conversa con nosotros, se agacha a recoger el envoltorio de un chicle, con la naturalidad y el reproche en el gesto de alguien que se lo hubiera encontrado en el suelo de su casa. Tal vez, por eso se ha ganado el cariño del fundador, que se muestra satisfecho con haber encontrado al que es su cuarto guardián en estos casi 40 años de historia, después de que el anterior se jubilara. A Cañete, argandeño de pura cepa, precisamente le hace mucha ilusión que en julio El Último Parque cumpla cuatro décadas y por ese motivo trabaja de ocho a ocho de lunes a domingo para que llegue al aniversario en la mejor de las condiciones.
El precio de poder recordar a los animales de compañía
En El Último Parque —nombre tan elocuente como acertado— se pueden enterrar mascotas de cualquier tipo, desde loros a gatos, pasando por cobayas, tortugas, conejos o iguanas y, claro está,
perros. De hecho, entre sus tumbas destaca la de ‘Shalima’ «una monita» que falleció en mayo de 1994, en cuya lápida se puede leer «La más buena, tu mamá no te olvida».
A pesar de que como norma general los precios de los cementerios humanos son desorbitados, como se puede comprobar en el Camposanto de Arganda, tan solo a 1.800 metros, los de este lugar son asumibles para la mayoría de los bolsillos, aunque varían según el tamaño del espacio reservado y de los materiales que se empleen para albergar los restos.
Así, nos encontramos importes que van desde los 300 euros para los espacios más básicos, hasta los 6.000 de las tumbas de honor, en la que caben varios animales. Aunque también hay otras opciones, como columbarios para depositar recipientes con cenizas, por ejemplo, o minifosas para animalitos más pequeños.
A pesar de que no sean precios prohibitivos, Cañete cuenta que Francisca, una mujer que ya supera la barrera de los 90 años, compró un nicho con cuatro fosas de las que dos las reservaba para sus compañeros y otras dos para pagar el entierro de las personas que no podían permitírselo y que quisieran poder cobijar a sus peludos en el último descanso. Lo sorprendente es que no se trata
precisamente de alguien con alto poder adquisitivo, sino de una señora que se dedicaba a la limpieza de domicilios, lo que demuestra más si cabe su amor por los animales.
Otro ejemplo de generosidad es el del responsable del lugar, que afirma que en caso de que alguien deje de pagar la cuota de mantenimiento anual de 59 euros más IVA (71 euros), esperan hasta cinco años, antes de exhumar el cuerpo y depositarlo en una fosa común.
Cómo llegar al cementerio de mascotas
El hecho de que sea el único lugar así en Madrid, hace que lleguen personas de todas las edades, desde niños acompañando a unos padres, que empujan un carrito, a ancianas que requieren de ayuda para salvar unos pequeños escalones, y de muchos rincones de la geografía. Eso sí, durante el fin de semana, puesto que abre los sábados por la mañana por la tarde, en horario partido, y el domingo de 10 a 14 horas, aunque las inhumaciones, unas 20 al mes de media, se hacen cualquier día.
Así, un domingo cualquiera de abril a las 12.40 de la mañana, además de los argandeños que acuden dando un paseo, puesto que se encuentra a tan solo 900 metros del merendero de la Dehesa del Carrascal, nos encontramos seis vehículos aparcados, al que se une un séptimo. Se trata de un Zity, (un coche de carsharing, por el que se paga por minuto) del que se baja una pareja joven que se apura porque cada segundo aparcado le cuesta dinero.
Para facilitar la labor, la compañía, en la que trabajan siete empleados —incluyendo los administrativos y las personas que se encargan de la recogida de los fallecidos en un vehículo isotermo—, según su fundador Díaz Franco, ofrece el servicio de un autobús que parte de Conde Casal el segundo domingo de cada mes a las 11 de la mañana. El precio es de 14 euros y el usuario puede permanecer algo más de una hora antes de que emprenda el regreso. Con ese pago se trata de cubrir el coste de alquilar el autobús, pero no siempre se consigue.
De hecho, el creador del único cementerio de mascotas de Madrid aclara que, en general, es difícil ganar dinero con este negocio, pero que nunca ha sido su intención, sino simplemente busca poder cubrir los gastos que conlleva el mantenimiento de un sitio con tanta magia como este. Preguntado por si el Ayuntamiento de Arganda apoya el proyecto, responde con un escueto «no», en el que se intuye que ni siquiera se lo había planteado. Un esfuerzo que, ciertamente, se hace por las dos partes, puesto que para alguien que ha tenido que desembolsar mucho dinero en el veterinario para tratar de salvar a su mascota, pagar también un entierro, por barato que sea, a veces es complicado.
En cualquier caso, intuimos que si no hay más usuarios es porque no conocen su existencia, porque el hecho de poder dar un descanso digno a un ser tan querido es precisamente uno de los rasgos que nos hizo humanos. Así al menos lo han considerado siempre los historiadores y los arqueólogos que dan suma importancia al hecho de hallar restos de homenajes funerarios en nuestros antepasados hace millones de años.
Por eso, tal vez si el grupo de música Ramones conocieran este rincón de Arganda en su canción Pet Sematary, en lugar de decir que «no quieren ser enterrados en un cementerio de mascotas»,
afirmarían que es el mejor homenaje que se le puede dar a quien nos dedicó toda su vida a cambio de tan poco. Si son parte de la familia, así deberían ser siempre recordados y El Último Parque, con su silencio interrumpido solo por los trinos de los pájaros, es el mejor sitio para ello.
Me acaban de decir, que el servicio del bus,ya no lo hacen!!. Entiendo q se hace necesario, pues l lugar ,no está cerca y hay w ir n coche, pero l coche puede fallar y entonces???